sábado, diciembre 23, 2006

La novela


SOBREVIVIENTE




Nota del autor


Los chinos llaman a la suerte oportunidad. Y dicen que cuando golpea a tu puerta no es suficiente con escucharla. Aseguran que es necesario invitarla para que entre, franquearle el paso, darle la bienvenida y hacer migas con ella. Hay momentos en la vida de un hombre que tiene la pretensión de ser reconocido como un escritor en los cuales la oportunidad le permite atreverse a franquear las puertas prohibidas del mítico jardín secreto, lugar en el que –se rumorea–, habita un gnomo cuya máxima diversión consiste en refregarte el éxito por las narices. Y como si no fuera suficiente, para franquear esa puerta, debe pagar el altísimo precio del mal humor y la angustia inevitablemente unidas al trabajo creativo, además de padecer la terrible sensación de no poder discernir a veces qué es peor: si la realidad cotidiana en la que vive inmerso o la ficción que sólo discurre en sus más alocadas fantasías...




Para Adriana, mi querida amiga.
Sin su implacable asedio yo no hubiera
podido conseguir la perseverancia que
necesitaba para terminar lo empezado.
Y por su amor sin condiciones.
(In memoriam, Q.U.E.P.D.)


Y para Eugenio, que me abrió la puerta.




Sólo quien ha tenido que convivir con sus fantasmas
durante muchos años puede comprender qué debe
haber sentido ese ex-soldado en el último instante,
después de dieciocho meses de haber recorrido los
caminos del infierno, antes de decidir pegarse un
balazo en la cabeza, para terminar con las visiones
de horror que lo atormentaban de día y de noche.

De la crónica policial, 1984

Grita ¡Devastación!
y suelta a los perros de la guerra


Jvlivs CÆsar
William Shakespeare


Buenos Aires, Noviembre de 1984

1

Desarmó, limpió, aceitó y armó otra vez, paciente y con cuidado, la pistola Ballester Molina calibre once veinticinco que en uno de sus lados mostraba el Escudo Nacional y la leyenda Ejército Argentino en el acero empavonado. El lugar en el que debía haber estado el número de serie del arma, aparecía limado para que resultase ilegible.
Desde el grabador la Negra Sosa desgranaba una canción acerca de cigarras y sobrevivientes de la guerra y aunque El Soldado escuchaba, no prestaba atención. En ese momento sólo podía concentrarse en lo que estaba haciendo, que era mantener a la Señora Ballester Molina en perfecto estado de funcionamiento. Ese era el trabajo de ese momento. Después seguiría con la escopeta y ya sería la tarde. Cuando llegara el crepúsculo lo sorprendería metido de lleno en su Entretenimiento Preferido Para Los Ratos Libres, consistente en afilar con movimientos cadenciosos y regulares el ya cortante cuchillo de comando, la tercera de sus herramientas. Con cada pasada sobre el tiento de cuero, el acero se tornaba más filoso y letal
(las herramientas ante todo, Soldado...)
dado que las herramientas eran la única posibilidad de supervivencia, la escasa garantía de seguridad en un mundo básicamente inseguro. Las herramientas eran las únicas fieles compañeras, las únicas amigas a las que no había que desatender ni descuidar jamás. Cuando por fin llegara la noche lo encontraría quieto, insomne y ensimismado en sus caóticos pensamientos afilando concienzudamente el Explora.
Un arma realmente efectiva el Explora. El mejor puñal de supervivencia jamás inventado. Con puño de acero cubriendo los nudillos, especial para la lucha cuerpo a cuerpo o para el ataque nocturno. La gruesa hoja de acero templado, fría como los ojos de un muerto, con el borde superior aserrado y veinticinco usos diferentes para las necesidades del combatiente. Especialmente diseñado para las fuerzas especiales y los comandos. Un arma efectiva y mortal. Lo único que le había quedado del equipo. Lo único que los ingleses no le habían quitado.
Un arma especial para cada acción en especial. Cada objeto para cada uso. Eso lo tenía tan en claro como el carpintero sabe que el martillo no es lo más adecuado para serruchar.
Mientras la noche se cerraba sobre la ciudad y El Soldado seguía afilando el ya filoso puñal, se sentía saldado con Dios, con la Patria y con el Ejército. Se sentía en paz con casi todo el mundo que lo rodeaba, aunque resultaba curioso que no pudiera sentirse en paz consigo mismo. Seguramente existiría alguien, en algún lugar, que pudiera explicarle cuál era la razón de sus enmarañados sentimientos, pero a él no le importaba. Por más que le diera vueltas en la cabeza no lograba encontrarle sentido. Qué curioso cómo resultaban las cosas. A veces las ideas lo asaltaban deshilvanadas, rebotando dentro del seso. Podía sentir cómo el cerebro presionaba sobre las paredes del cráneo y por más que se esforzaba, no podía ordenar las ideas que, como en un libro desgajado e incompleto, surgían descompaginadamente sumiéndolo en la confusión. Le pasaba cada vez que estaba por entrar en acción.
En algún momento el Sony se apagó automáticamente, pero no lo advirtió, de tan compenetrado que estaba. Repasaba mentalmente todos los puntos del entrenamiento recibido en el curso de Comando acerca del combate en localidad, el sabotaje y el ataque por sorpresa
(no es fácil sorprender a los ghurkas, soldado...)
para estar prevenido y alerta. Se avecinaba otra misión, y la adrenalina había comenzado a fluir lentamente. En algún momento se convertiría en un torrente porque para hacerles frente a los profesionales había que ser cuidadoso con la instrucción y no dar nada por supuesto. En acción no existía el perdón para los descuidados y la suposición era la madre de todas las cagadas
(... con los ghurkas no se jode, soldado...)
repetía el teniente primero una y otra vez, y tenía razón. Como siempre. En acción, la subordinación al jefe era indiscutible. Sólo el oficial que había pasado por el Colegio Militar estaba preparado para indicar cómo se hacían las cosas sobre el terreno, aunque entre los Comandos se alentara la iniciativa. Qué pena que la guerra no la hubieran dirigido los tenientes primeros o los capitanes en vez de tantos coroneles y generales con demasiada verborragia y tan pocas pelotas en el momento de jugárselas.
La voz martilleaba incesante en su cabeza. No podía dejar de oírla por más que a veces se tornaba insoportable. Como cuando se arrastraban por el fango o reptaban como víboras en el follaje en esa suerte de infierno terrenal que era el curso de comando. Tan duro que muchos subtenientes no llegaban a terminarlo. Pugna usque ad mortem proveritate, era el lema. Dios y Patria o Muerte la leyenda de su insignia, debajo del puñal con el filo hacia arriba sobre un campo verde y el perfil de las islas sobre la izquierda.
El salvaje entrenamiento, tan feroz como el combate mismo y los gritos acuciantes
(¡Bien pegados al suelo! ¡Pe-ga-dos dije, carajo! Quiero soldados que sirvan para otra guerra. Esto no es una película, señoritas. En combate los primeros en morirse son los valientes y yo quiero soldados vivos... ¡Sin levantar la cabeza! ¡Sin levantar la cabeza, dije!)
vociferaba el teniente primero y de repente mandaba una ráfaga con el FAL en automático y pocos centímetros por arriba de la cabeza y casi a ras del suelo, para que a nadie le quedara duda alguna de cómo eran las reglas de juego.
También decía que las medallas servían para limpiarse el culo y pinchárselo con el alfiler del prendedor. O para que la madre del valiente pudiese conservarlas en el estuche de terciopelo junto con las batitas, las fotos descoloridas de la infancia y los primeros garabatos del preescolar. Un apropiado recuerdo de lo imbécil que había sido su hijo dejándose matar.
En algún momento de la madrugada, cuando los ruidos de la calle se habían reducido a su mínima expresión, sintió presión en la vejiga pero su mente trastornada no pudo indicarle qué era lo que tenía que hacer a continuación, así que se orinó encima. Una hora después de haberse meado, sintió hambre, pero tampoco reaccionó y a los pocos minutos había olvidado que tenía los pantalones mojados y que su estómago se había quejado.
Seguía afilando concienzudamente el puñal de combate.
Cuando la computadora deficiente que había ocupado el lugar de su intelecto se encendió, consultó el reloj digital y supo que tenía que ponerse en marcha. La misión consistía, básicamente en a); infiltración; b) detección; c) destrucción/eliminación del enemigo. Y no permitía el más mínimo margen de error.
(Atención, soldado: prepararse...)La orden fue clara, precisa y contundente. Sin gritos cuarteleros estridentes. Los profesionales no necesitan alzar el tono de voz cuando se preparan para entrar en acción. El idioma del combate es el silencio.
Devolvió el Explora a su funda de lona verde y lo dejó sobre la mesa. Fue hasta el placard y buscó la ropa. Pantalones verdes, con grandes bolsillos a los costados, descolorida camisa caqui como la de los obreros y chaquetilla verde, muy gastada y holgada para ocultar la funda del puñal y la empuñadura de la pistola que asomaba en la cintura.
De un cajón sacó dos cargadores de repuesto con proyectiles explosivos y de punta hueca. Los preparaba especialmente uno por uno, y se esmeraba en su trabajo. Paciente y cuidadosamente aserraba la punta de plomo de cada proyectil hasta cortarla. Después agujereaba el cuerpo de cada bala hasta que conseguía un pequeño orificio en el que introducía una gota de mercurio. A continuación lo más peliagudo del proceso: fundir el plomo y tapar el mercurio, pero dejando la punta roma de cada bala sin llenar en forma de hueco, parecido a la boca abierta de un volcán.
Buena analogía. Cada proyectil era equivalente a un volcán listo para entrar en erupción. La munición, ya de por sí letal por su fuerza de choque, se transformaba en definitiva e inevitablemente mortal con el agregado del mercurio.
Cuando una de esas balas salía de la boca del arma, los mismos principios de Física de acción-reacción e inercia que nos impulsan hacia atrás cuando arranca el vehículo en el que viajamos parados, y que nos empuja brutalmente hacia delante cuando frena de golpe, producían el efecto por el cual el mercurio contenido en su camisa de plomo era lanzado hacia delante con excepcional fuerza en el instante que el proyectil en su trayectoria chocaba contra un hueso o un cartílago. En ese instante, rota la fina cubierta que encerraba el contenido, el proyectil explotaba en el interior del cuerpo como una pequeña granada de fragmentación, desgarrando y destrozando todo lo que estuviera a su alrededor.
En el improbable caso que el violento impacto del proyectil no fuera suficiente o no hubiere afectado algún órgano vital, el efecto secundario del mercurio al mezclarse con la sangre garantizaba ciento por ciento la muerte por envenenamiento. Nada quedaba librado al azar. El enemigo no debía tener la más mínima posibilidad de supervivencia. La vida propia o la del rival. Así de simple, así de brutal.
Del mismo cajón sacó un sobre marrón de oficina. En su interior envueltos en una franela nueva, había dos objetos tubulares idénticos de poco más de diez centímetros de largo. Eran dos silenciadores. Negros, con varias perforaciones para el escape de los gases y ambos con uno de sus extremos trabajado en forma de rosca para acoplarlo al cañón del arma.
Acomodó el puñal, la pistola, los cargadores y uno de los silenciadores en la mesa como una instrumentadora de cirujía hubiera preparado sus pinzas y bisturíes y comprobó el filo bruñido del cuchillo por enésima vez. Volvió a dedicarse a Doña Ballester Molina calibre once punto veinticinco; la desarmó y la volvió a armar, tomando el tiempo con el simple recurso de contar los segundos que tardaba. Veintiocho. Hubiera podido estar mejor. Pero no quedaba tiempo para destrezas de cuartel.
Comprobó que los cargadores estuvieran llenos y luego enroscó uno de los silenciadores al cañón de la pistola con rápidos movimientos de experto. Tiró la corredera hacia atrás. Clack. Un proyectil había entrado en la recámara. El equipo estaba en orden.
Consultó una vez más su reloj y se sentó a esperar. En cierto momento encendió el radiograbador y giró el dial de la radio en AM hasta encontrar la emisora que buscaba. Estuvo escuchando atentamente unos minutos y apagó nuevamente el aparato. Siguió esperando.

2

Cuando por fin salió a la calle, el crepúsculo ya retrasado de principios de un verano predeciblemente bochornoso, había comenzado a cubrir la ciudad con su manto rojiamarillento, el reflejo bruñido de un sol sangriento que se perdía entre los edificios.
Qué extraño el calor. En la Isla era diferente. En Malvinas hacía frío. Un frío cruel y filoso que calaba hasta los huesos y congelaba las manos y los pies transformándolos en bloques de hielo. La escarcha se encarnizaba especialmente con los soldaditos adolescentes del Regimiento de Infantería de Corrientes, que tiritaban en sus uniformes de verano sin conseguir calor ni siquiera protegiéndose del viento del mar, húmedo y gélido, con mantas apolilladas y lonas de carpas.
El calor lo desorientó. Era un elemento que no encajaba en el terreno. Como la presencia de los ghurkas. No llegaba a entender cómo habían hecho los ghurkas para infiltrarse en la ciudad. Pensó un momento y no halló respuesta alguna. Seguramente su jefe tendría la explicación. El teniente primero iba a decirle qué debía hacer. Por el momento, se limitaría a cumplir la última orden, que no dejaba lugar a dudas: atacar a los emboscados
(Adelante...)
Ordenó la voz dentro de su cabeza. El Soldado salió en misión de combate.

3

Después de los hechos un cronista deportivo lo llamaría "El tren de la barbarie" y la noticia habría de aparecer en las primeras planas de todos los diarios.
Había salido de la plataforma dos de la estación La Plata y en los diagramas de horarios del Ferrocarril Roca se identificaba como el tren Tres Ocho Ocho Seis de las 20:10 a Plaza Constitución. Era miércoles y hacía calor.
Demasiado calor.
El convoy estaba compuesto por una locomotora Diesel y cinco vagones ya desvencijados y demoró la salida porque en el preciso instante que se escuchó el pitido anunciándo su partida, llegó la multitud proveniente de la cancha de fútbol de Gimnasia y Esgrima de La Plata. Boca había perdido por 5 a 1 contra Argentinos. Y ese era, precisamente, el nudo del problema.
La turba. Los hinchas. La barra brava.
Los de Boca tomaron por asalto los últimos vagones, cuando los motores de la Diesel empezaron a generar potencia. Los hinchas de Argentinos también intentaron treparse a la carrera. Un destacamento de la Guardia de Infantería de la Policía de la Provincia de Buenos Aires se interpuso en su camino para impedírselo utilizando eficientemente los bastones antidisturbios. Pese a los palos, los empujones y las corridas, la mayor parte del grupo abordó el tren. Una vez arriba, comenzaron los cantitos cada vez más subidos de tono y enseguida las provocaciones y los insultos.
"Son muchos", se dijo el guarda del tren Tres Ocho Ocho Seis a Plaza. Era un hombre de casi cincuenta años, que llevaba bastante más de un cuarto de siglo trabajando para el ferrocarril. Los miraba saltar como monos, transpirados y furiosos, casi enloquecidos de odio por haber perdido. Se insultaban entre sí, y también a los pocos pasajeros que empezaron a abandonar los vagones tomados. De pronto el guarda sintió pánico y tuvo la certeza que todo iba a terminar de la peor manera.
–¡Si quieren seguir vivos no suban a este tren! –Gritaba un rubio grandote, asomando medio cuerpo por la ventanilla, a una pareja de adolescentes que pretendía abordar el último vagón. La jovencita debió haber tenido un mal presentimiento porque tironeó del brazo de su acompañante, le dijo algo que pareció persuadirlo y no subieron. Un nuevo pitido de la máquina. Los dos jóvenes retrocedieron caminando rápido hacia la salida del andén, sin darse vuelta.
"Son muchos y están locos...", volvía a decirse para sí el guarda cuando un silencio abominable cargado de presagios pareció envolver la estación. Fue sólo un instante, quebrado por el siseo del aire comprimido. La locomotora, con un sacudón, inició la marcha.
El último lúgubre silbatazo anunció la partida de ese viaje que normalmente se hubiera hecho en una hora y diez minutos, pero que esa noche se volvería interminable. Nadie lo sabía pero en el trayecto hacia Plaza Constitución esperaba la muerte, emboscada y lista para hacer su cosecha cotidiana.

4

El Soldado abordó el tren en Villa Elisa exactamente a las 20:28 de aquel miércoles de noviembre y nadie advirtió su presencia. El convoy se había detenido escasamente dos minutos y medio y aunque fue el único en subir, pasó totalmente desapercibido. Nadie reparó en él porque estaban muy ocupados en gritar, saltar y provocar a los hinchas contrarios. Pasar de los insultos a la agresión abierta fue casi un solo acto. Empezaron arrojándose botellas vacías. Cuando se les acabaron, siguieron con las pocas farolas de luz de los vagones.
Villa Elisa parecía la estación de un pueblo fantasma. La boletería había cerrado y el andén estaba vacío. Alguien había alertado a los empleados del ferrocarril, que se habían recluído dentro de la oficina, esperando que el tren se alejara de una vez.
Cuando volvió a ponerse en movimiento, el guarda –una verdadera institución en la compañía, a quien todos llamaban afectuosamente Don Juan– también se había ocultado en el único baño del tren y había trabado la puerta. Acuclillado en el piso, con las rodillas encogidas a la altura del mentón, los brazos rodeando las piernas y envuelto en los vahos rancios de orines viejos, rezaba por lo bajo para que terminaran con los cantitos, las provocaciones y las puteadas. Por momentos se tapaba los oídos para no escuchar.
Pero resultaba imposible acallar los aullidos de esas bestias, los golpes en las paredes de chapa, el crujido de los goznes de los asientos que seguramente estaban desencajando y los estallidos de los vidrios de las ventanillas que rompían a patadas.
Desde algún lugar impreciso le llegó un chillido histérico de mujer rebotando en ecos en las grises paredes metálicas. El guarda se tapó con más fuerza los oídos y comenzó a balancear la cabeza diciéndose a sí mismo que era mejor quedarse ahí donde estaba, quietito, quietito. La realidad afuera era horrenda y a él no le pagaban por mirarla. Sólo se animó a salir cuando las voces se fueron perdiendo hacia los vagones de atrás. De tan aterrorizado, ni siquiera se dio cuenta que no estaba solo.
El Soldado acechaba, al amparo de la sombra que se había adueñado del espacio que parece un fuelle bamboleante donde se unen los vagones.
Los gritos, los golpes y los destrozos no lo asustaban en lo más mínimo. Se limitaba a esperar, apoyado en la pared de metal, al lado de la puerta y casi enfrente del fétido baño del tren. Cuando escuchó que los gritos se aproximaban, se dio la vuelta y comenzó a mirar distraídamente hacia la penumbra del anochecer tardío de principios de verano por el ojo redondo de la ventanilla.
Estaba dispuesto, alerta y preparado para atacar tal y como había aprendido en el entrenamiento. Su semblante no manifestaba emoción alguna. Lo embargaba la calma que sólo experimentan quienes están familiarizados con las situaciones de extremo riesgo.
Acostumbrado a los disparos. Habituado a enfrentarse con las imágenes de sangre salpicando desde el boquete por donde se escapaba la vida de un hombre, los intestinos escurriéndose después que un trozo de metralla del tamaño de un plato de café ha desgarrado las entrañas. Curtido para soportar el estallido de las bombas de fragmentación y el matraqueo de los fusiles automáticos. Para El Soldado el aquelarre en el que se había transformado el tren, era apenas una escaramuza sin mayor trascendencia. Casi un juego.
Se asomó cuidadosamente hacia el vagón que habían ocupado y los observó cabriolar como simios sobre los asientos tironeando para arrancar los respaldos, romper las pocas tulipas de iluminación que quedaban y patear las ventanillas. No hizo nada. Se limitó a permanecer al amparo de las sombras del rincón. Nadie había reparado en él.
No sentía miedo. Hacía mucho tiempo que lo había dejado atrás, olvidado. Ni siquiera percibía esa peculiar pesadez del bajo vientre que lo anuncia con toda claridad. Ni opresión, ni desasosiego ni temor. Sólo la brutal descarga de adrenalina que prepara al cuerpo para lo peor. Por eso se limitaba a estar al acecho en la penumbra como un espectro evaluando a cada uno de sus blancos
(todos ghurkas)
a los que podía presentir, detectar y hasta oler a la distancia. Los ghurkas tenían ese inconfundible olor rancio mezcla de cebolla, ajo, falta de agua y jabón y piel primitiva. Era capaz de rastrearlos aunque se escondieran en las tinieblas o se enmascararan bajo la apariencia cotidiana de simples hinchas de fútbol. A él no podían engañarlo con facilidad. Aunque se mostraran así eran –al fin y al cabo– los mismos ghurkas que él conocía muy bien.
Y tenía que cazarlos.
Con las manos hundidas en los bolsillos deformados de la chaquetilla verde, apretaba con fuerza la empuñadura de la pistola con la mano derecha y el mango del cuchillo de combate colgado del cinturón, con la izquierda. La adrenalina ya corría por su cuerpo como un torrente incontenible, cada vez más rápido y en mayor cantidad. Estaba preparado para atacar y ninguno de los que se habían adueñado del vagón advertía el peligro que representaba su presencia.

5

–¡Y vi-va-la-jo-da! –Coreaba el Cacho, brincando sobre el asiento, con sus zapatillas gastadas y siempre sucias por el barro de la villa miseria. Eufórico, gritaba y saltaba como un acróbata endemoniado dando rienda suelta a sus instintos. Era grandote el Cacho. Grandote, fornido y muy fuerte. Con espaldas anchas, brazos como ramas de quebracho y piernas sólidas, a fuerza de correr toda la noche a la par del camión de Manliba, levantando las pesadas bolsas de basura para tirarlas al voleo, tratando de embocarlas en la ávida garganta de la compactadora que las tragaba, junto con cajas, cajones, paquetes y toda suerte de objetos de los que la gente se desprende diariamente.
No era mal hombre el Cacho. Bruto, sí, pero no mal tipo. Sus manos, de dedos gruesos como morcillas, hendidos por cicatrices de cortes con vidrios y latas, a veces se permitían acariciar la cabeza de un pibe. Era capaz de emocionarse con un cachorrito vagabundo, abandonado en el lindero de la villa y cuando se encamaba con la negrita de la casilla de enfrente, hasta podía llegar a ser tierno. Pero cuando iba al fóbal (así llamado en su lenguaje peculiar)... ¡Ah! Eso era otra cosa.
–¿Y qué quiere, don? –Argumentaba–. Cualquiera salta si le tocan el culo... –aludiendo a que en la hinchada no se permitían ciertas provocaciones desafiantes de las barras rivales.
Ahí sí, el Cacho cambiaba. Se transformaba. Se volvía agresivo y sacaba a pasear a la fiera que una vida dura e ingrata le había metido muy adentro para poder sobrevivir. Gritaba, puteaba y hasta era capaz de matar, si se daba la oportunidad. Era como un castigo, mire. Era como si la barra, el anonimato que le daban todas las caras igualmente iracundas, lo llevaran a soltar todo el rencor, la bronca y la reprimida rebelión que cargaba desde pibe por tanto infortunio. Ahí, en el fobal, el Cacho se tomaba revancha por tanta miseria vivida y por vivir, por la injusticia y la frustración de tener que soportar todos y cada uno de los días la violencia de los poderosos, que viene de arriba y le caía sobre la cabeza disfrazada de indigencia. No lo sabía, pero en su proceso de crecimiento, apenas si había llegado al umbral de la adolescencia. Sólo la barra, la hinchada, esa horda insensata, lo proveía de la pizca de identidad que necesitaba para no morirse. Por eso el anónimo hincha de la barra contraria, se transformaba en el objeto de venganza y para él no había lugar para la piedad. La malaventura de su vida, encontraba revancha por todos los que desde pibe venían tocándole el culo.
Según su particular forma de ver las cosas, esa misma tarde en la cancha de Gimnasia y Esgrima, los de Argentinos habían vuelto a tocarle el culo. ¡Y qué quiere, don, si cualquiera salta si le tocan el culo!
Pero aunque saltaba y rompía y gritaba y buscaba un buen motivo para empezar a pegar, estaba un poco desorientado. Desde que había subido al tren no había podido encontrar al Abuelo ni a Glostora ni al Alemán. Al Narigón y a La Chancha los había visto por última vez antes de abordar el tren, cuando llegaron los "patas negras" de la policía de la Provincia. Y él, el Cacho, había estado haciendo punta como siempre. De él se podía decir cualquier cosa, menos que fuera un cagón. Iba al frente como el que más y eso que los hijos de puta de la Comisión Directiva del club lo habían amenazado con impedirle la entrada a la cancha después de la última contienda en un clásico. ¡Pero fíjense qué hijos de la gran puta!
¿Qué tenían que decir de él, eh? ¿Lo habían visto tirando botellas desde la tribuna? No, claro. ¿Sabían que había sido él? No, claro. Pero igual, los muy mierdas lo habían cagado a pedos.
"Mirá, Cacho –le advirtieron–: un quilombo más, una botella más que vuele a la cancha, un herido más de nosotros o de ellos y no entrás más al club. Te hacemos sacar el carnet y no entrás más. ¿Entendiste?"
Claro que había entendido. Primero te decían que la parcialidad, que el club, que la bandera, que las pelotas de mi abuelo... y después, cuando había que poner los huevos sobre la mesa, se abrían de gambas los muy cagones, y te mandaban al frente.
Que con armas no se jodía. Que después del incidente de la bengala que había matado a un pibe ya nada era igual, que la joda había llegado demasiado lejos y que ellos no iban a comprometerse por ningún boludo que hiciera quedar al Club como la mierda.
¡Y a la reputísimamadrequelosremilparió!
¿Qué culpa tenía él con lo de la bengala? Claaaaaaro... Era fácil poner cara de boludos y abrirse de gambas. ¡Qué país de cagones, viejo! ¡Qué mierdas que eran esos de la Comisión!
Así te pagaban esos hijos de puta tanto poner la jeta a la hora de las piñas, cuando iban a jugar de visitantes. ¡Bien que lo habían franeleado entonces! "¡Mucho, Cachito! ¡Bravo, Cacho! ¡Sos un fenómeno, Cacho!" decían cuando los más temerarios de toda la barra, después del Boca-Temperley, recuperaron a trompadas y cadenazos el reloj que le habían arrebatado al Ante Garmaz, hincha de Boca y famoso, por si quedaban dudas. ¿Y ahora? ¡Ah, guachos! En cualquier parte, en cualquier cancha, uno iba y se cagaba a trompadas por el Club, por los colores de la gloriosa oriazul, mientras los de la Comisión tomaban vermucito y comían sanguches de miga con los dirigentes de los rivales y los periodistas.
¿Pero qué mierda podían expulsarlos a ellos, a los ver-da-de-ros hinchas que iban siempre al frente? ¿Qué hacían los dirigentes por él, eh? ¡Dígame, don! Vender al pibe Maradona, eso hacían. No, no me diga, se lo digo yo. Vender al pibe Maradona y dejar que embargaran la recaudación de las boleterías y dejar que el clú se endeudara hasta los cimientos. ¿Y ellos? ¡Ah, ellos no, viejo! Ellos se llenaban los bolsillos con la guita de las cuotas de los socios y con los negociados que se mandaban. Pero claaaaaro... Cagarse a trompadas con la barra rival no era querer a Boca... No... ¿Y qué carajo era entonces? ¿Poner la jeta para que se la rompan de un cadenazo no era defender al clú?
Pero... ¿Adónde carajo se habían metido todos? El Cacho cayó en cuenta que estaba solo en el vagón, saltando en el asiento y rompiendo el respaldo.
En Berazategui el tren había parado. Cuando bajaron, lo había visto al Negro Cabeza de Poronga y al Gato trenzados con un pelirrojo grandote como un camión de Manliba. Le dieron una paliza de aquéllas, por supuesto. Pero El Gato también había ligado lo suyo. El pelirrojo le había zampado una derecha justo arriba del ojo derecho y El Gato tenía un tajo en la frente que para qué te cuento. El colorado, aunque rival, no era un sorete ni un cagón. Lo habían surtido de lo lindo, pero no se la habían llevado de arriba, no.
¿Y eso no era defender los colores? Fíjese, fíjese: El Gato iba a tener que pasarse unos días sin ir al trabajo hasta que se le cerrase la herida y mientras tanto, las horas de laburo del taller se las pagaba Magoya. ¿O es que se las iban a pagar los Dirigentes? ¿Quién le iba a dar la guita para que comieran los pibes, eh? ¿Los dirigentes? ¡Tomátelas!
–¡Que siga la joda! –gritó de nuevo, rebotando como un mono en el medio del vagón, revoleando la cadena de bicicleta que llevaba siempre con él por lo que putas pudiera.
–¡Che, Cacho, vení! –le gritó Aníbal, asomando la cabeza por la puerta que comunicaba con el otro vagón–. ¡Metele!
El Cacho no era un mal tipo, la verdad. Pero en esos momentos algo le pasaba por adentro y él no sabía lo que era. El fervor, la calentura, la necesidad de defender los colores o la necesidad de revancha por tanta miseria sufrida y tantas, pero tantas tocadas de culo. Posiblemente fuera esto último o todo junto, lo que hacía que el Cacho diera rienda suelta a sus más ocultas miserias y toda su primitiva animalidad y se transformara en una bestia de pelea, en un gladiador urbano del siglo xx, olvidándose que hasta era capaz de sentir ternura y acariciar la cabeza de un pibe o darle de comer compartiendo con un perrito abandonado la mitad de un choripan..
–¡Mirá lo que tengo! –Exclamó Aníbal, mostrándole unos pedazos de baldosa arrancados de alguna vereda platense.
–¡A la mierda! –Se alborozó el Cacho, que desde pibe era un campeón tirando piedras. Le gustaba. –¡Vamo a cagarlo a piedrazo, vamo! –gritó entusiasmado como un chico, Porque eso era el Cacho. Un chico grande y fuerte, pero chico al fin. Y como tal a veces terminaba siendo cruel.
Aníbal, que tenía trabajo, pero que la mayor parte de las veces se dedicaba al arrebato de carteras, relojes y cadenitas de mujeres desprevenidas en los trenes, tiró el primer pedazo de baldosa. El Cacho lo imitó. Le tiraban a la gente que pasaba por el costado de la vía. En una estación casi la liga un desprevenido grupo de pasajeros que esperaba ese tren que no paró.
Eran dos chicos, él y Aníbal, divirtiéndose a costa de la mala sangre y de la zozobra de otros como ellos.
Fue el Cacho quien primero la vio venir. Nunca supo de dónde le salió ese impulso bestial de cagarla a piedrazos. Era una mujer, pero a él se le antojó la imagen de la vida misma, caminando al costado de la vía, llevando en brazos la esperanza que él hacía mucho tiempo había perdido. Si hasta por un instante se pareció a su vieja llevándolo a él cuando era muy chiquito. Pensó en esa mujer que apenas había conocido y que lo había abandonado sin aviso y de pronto vio todo rojo.
Tomó envión y calculó a ojo la velocidad del tren y la que iba a desarrollar la piedra en su trayectoria. En el momento que su mente enceguecida dijo "¡Ya!" su brazo de levantador de bolsas de basura, se transformó en una catapulta certera e implacable.

6

Cuando la mujer llegó a la sala de primeros auxilios Don Bosco, ensangrentada y gritando lo primero que pensó la enfermera que la vio entrar fue que la habían acuchillado. Pero cuando se acercó a pres-tarle ayuda, se dio cuenta qué ocurría. Tuvo que pegarle dos fuertes bofetadas en la mejilla para que reaccionara. Galvanizada por los cachetazos, la mujer dejó de chillar histéricamente. Otra enfermera, un médico joven y una residente corrieron. Entre todos consiguieron que soltara el cuerpo del niño.
Hipaba, sollozaba y entrecortadamente la mujer relataba qué había ocurrido. Por lo que entendieron, estaba por cruzar el paso a nivel del ferrocarril Roca con Juancito –el niño–, y cuando terminó de pasar el último vagón de pronto sintió el golpe y el crujido de huesos rotos que le estalló entre los brazos y la sangre de Juancito que saltaba a borbotones de la cabeza abierta, mientras agitaba convulsivamente los bracitos y ella que no entendía qué había pasado.
Algo había salido del tren como un proyectil –¿una piedra?– y le había dado al pequeño en la cabeza. ¿Del tren? Sí, estaba segura que había salido del tren.
–¿Quién puede ser tan hijo de puta? –gritaba el médico corriendo con Juancito en brazos hacia la sala de emergencias, tratando de detener con las manos la vida que se escapaba de ese pequeño cráneo frágil destrozado por un pedazo de baldosa de una vereda platense.
Cuando llegó al quirófano, flotándole el delantal ensangrentado y lo tendió en la camilla el pequeño no lloraba ni sacudía los brazos.
Tampoco respiraba.

7

–¡Se la dí, Aníbal! ¡Se la dí, carajo! –Se ufanaba el Cacho, disfónico, el rostro congestionado, y chorreado de sudor. Había tenido tiempo de ver cómo la baldosa describía su caprichoso recorrido y golpeaba a la mujer o quizás al bulto que llevaba en brazos (pero seguro que la mina la había ligado también).
Seguía teniendo la misma puntería de cuando era pibe. La había ligado. ¡La puta, si la había ligado! Ahora, se sentía un poco mejor. Hasta parecía mejor cagar a piedrazos a la gente que meterle un cadenazo a un hincha de la barra contraria en el medio de la jeta.
–¡Uy, Dio, cómo se la zampé! –Se sacudía y daba volteretas entre las filas de asientos vacíos como cuando el equipo metía un gol. En ese momento, el Cacho era un animal salvaje y muy peligroso. No medía riesgos y en esos trances de euforia enloquecida, no pensaba que podía salir disparado por la puerta abierta del vagón. Como cuando saltaba en la cancha y no se daba cuenta que podía caerse desde lo alto de la baranda de la tribuna popular por cantar y festejar un gol.
Aníbal lo abrazó, alborozado, y brincaron juntos. Estaban en el espacio entre las dos puertas abiertas. Del otro lado la silueta fundida en la penumbra, pareció fluctuar.
Ellos no advertieron su presencia.


El Soldado se movió sigiloso. Ahí estaban. Su instinto no le fallaba. Había sido uno de los mejores en el curso de comando, y lo que más llamaba la atención de los instructores y los oficiales era ese don que tenía para mimetizarse en el terreno. Esa habilidad le había lo había convertido en uno de los más peligrosos y temibles combatientes de toda la compañía y le había salvado la vida, y por eso hasta lo habían premiado con medallas cuando regresaron de la Isla.
Querían pasar por hinchas de fútbol. Je.
Hubieran podido engañar a cualquiera menos a él. Eran dos ghurkas infiltrados y uno de ellos acababa de darse cuenta que él los acechaba desde las sombras. El que lo vio primero dejó de saltar y lo escudriñó perplejo y desafiante.
(Entrar en combate, soldado...)
susurró la voz profesional y convincente en su cabeza.Se preparó para atacar.

8


«¿Qué mierda me mira ese pendejo?» Pensó el Cacho. Seguro que los había visto tirando pedazos de vereda a la gente. Porque el Aníbal también había tirado. A lo mejor también había visto cómo le acertaba a la mujer. Tenía que ser un hincha de Argentinos, porque de la barra brava xeneize, seguro que no era. Pero... ¿Cómo había llegado hasta ahí? Escabulléndose. Eso mismo. Se había deslizado aprovechando el quilombo, la confusión que reinaba en el tren. Como todos los hinchas de Argentinos, era un cagón hijoputa que venía por atrás, haciéndose el gil, para dártela por la espalda. ¡Y cómo! Si esos hijosputa, después de tener un zumbo retirado como presidente del club, habían elegido a un rati. Primero a un zumbo, un milico retirado, el chinazo más bruto y ladino del ejército y después a un comisario que había estado como diez años en Ezeiza... ¡Fijate vos! Seguro que había estado en Ezeiza de puro culo. Currando, haciendo tranzas había estado, seguro. Y con lo que había currado, se había hecho dirigente de un club. ¿A quién se le ocurre tener como presidente de un club a un taquero retirado?
El razonamiento cruzó por la mente del Cacho como una centella. En ese segundo, también, de pronto se sintió expuesto y lo ganó el miedo. Se había transformado en un animal, y los animales dejan aflorar sus instintos cuando huelen el peligro. Pero el Cacho también sintió un poco de remordimiento. Al final, la mina que recibió la baldosa no tenía nada que ver con las peleas entre barras. Pero hay que ver lo que pasa dentro de uno cuando la sangre se calienta. Uno no puede contenerse ni controlarse. ¿Y al fin y al cabo qué mierda lo estaba mirando fijo? Y no bajaba la vista, el muy guachito. Al Cacho muy pocos se atrevían a sostenerle la mirada. Era uno de sus entretenimientos en el bondi cuando iba o venía del laburo. Tipo que le sostenía la mirada, tipo que la ligaba. Era casi tan entretenido como fajarse con la barra contraria.
¡Y el pendejo seguía mirándolo fijo! ¿Por qué no bajaba los ojos y ya está? ¿Por qué lo miraba así? Recordó las advertencias del jefe de la barra brava. El Abuelo siempre decía: «Cuidado con los pendejos. Los pendejos son los peores». Antes era diferente. Las barras bravas las dirigían gente grande, hombres. Ahora, los pibes se metían y eran imposibles de controlar. Antes, no se les daba bola, pero ahora querían sacar carnet de guapos de apuro. Eso, de apuro. Te corrían de apuro, los pendejos. Y la mayoría andaban "calzados", usaban fierros y nada de navajas. Calzaban máquinas, revólveres. ¡La puta que los parió a los pendejos!
Ese que tenía enfrente, por la forma de mirar, debía ser uno de los guapos modernos. Además, seguro que era de la hinchada de Argentinos.

«Cuidado, Cacho... a ver si todavía está calzado», quiso prevenirlo una voz interior, pero el Cacho no la escuchó. No podía escucharla estando delante del Aníbal. ¡Y qué mierda! El no le tenía miedo a un pendejo, aunque llevara consigo un cañón.
«Ojo, Cacho... puede estar armado», insistió la voz, como un eco en los callejones graníticos de su mente. Lo miró al Aníbal, que estaba encajándose la manopla de bronce, anticipándose a la diversión.
–¿Y a éste que le pasa, che? –preguntó el Cacho, sarcástico y amenazante, imaginando cómo iba a desquitarse con el pibe.
Pero el pibe no se movió. Su rostro apenas era un recorte en las sombras y seguía apoyado, casi apático, en una de las bamboleantes paredes del vagón, las manos hundidas en los bolsillos deformados de la chaquetilla verde y muy gastada. Una chaquetilla militar de ésas que estaban de moda entre los pendejos.
–¿Y yo qué sé, boludo? –Respondió Aníbal, divertido. Aunque no se atrevió a decirlo, vio o creyó ver en la penumbra que difuminaba los rasgos de ese rostro anónimo un brillo extraño. Tampoco podía admitir –no podía permitírselo, por lo menos delante de su amigo– que estaba pensando que lo mejor era volver con todos los otros de la barra y dejar al pendejo en paz. Pero claro, la vanidad de guapo pudo más. Tragó saliva y se envalentonó, por tener ladero: –Vamo a preguntarle, vamo... –adelantó un paso, pero sin mucho entusiasmo.
El Cacho, como siempre, adelante.
Un barquinazo del tren lo acercó a esa sombra entre las sombras. Si hubiera podido ser sincero con él mismo, hubiera reconocido que esta vez dudaba un poco. Aquél pibe tenía algo que no terminaba de gustarle. Era guapo el Cacho. Todos lo sabían. Los muchachos del camión incluídos. Ni siquiera sus compañeros de trabajo se atrevían a hacerle una joda. La voz interna que venía alertándolo hacía rato le preguntó, ya fastidiosa: "¿Y si está armado?" Pero el macho que llevaba adentro se ofuscó y la ignoró. La vida para el Cacho, como para muchos otros cientos de miles como él era tan inclemente que había que ser guapo, por lo menos para afuera, para sobrellevar el infortunio.
–¿Y vos qué carajo mirás? –Lo desafió, con la cara muy cerca de la nariz del pibe, que siguió inmóvil. Ahora podía verlo bastante bien. Era un pendejo, claro. Casi sin barba, el cabello corto y los ojos... esos ojos...
El pibe no le contestó.
–¿Además de boludo sos sordo, che? –El Cacho lo provocó con un pechazo de tórax, pero el pibe ni se mosqueó. Siguió firme e inconmovible como un muro de piedra. Hasta ese momento, podía haber zafado–. ¿Me escuchaste? –insistió envalentonado.
–Leña. Quiere leña –lo azuzó Aníbal, festejando la prepotencia de su amigo.
Ghurka... –dijo el pibe.
Un susurro apenas audible, apagado por el traqueteo de las ruedas en los raíles.
–¿Qué me dijiste, boludo? –Gruñó el Cacho, que no había entendido pero, por las dudas, le pareció un insulto. Fue en ese momento, cuando su cara estaba casi tocando la del pendejo, cuando advirtió que tenía los ojos mansos, pero... ¿Cómo definirlo?
El Cacho no era un experto en describir semblantes. Los ojos del pibe parecían estar vacíos. Ausentes. Como si estuviera allí, pero no mirándolo a él, sino mirando más allá de él. Asomarse a la ventana que se abría en esos ojos, era como mirar en un pozo oscuro y sin fondo.
En ese último ramalazo de comprensión, el Cacho tuvo dos certezas: la primera, que el pibe no le tenía miedo en absoluto. La segunda, que era como si no estuviese ahí.
Se asustó de veras.
Por la forma en que se precipitaron los acontecimientos, nadie iba a poder asegurar que el Cacho, el hincha de Boca, el miembro de honor de la barra brava, hubiera conocido el miedo mientras vivió. Tampoco nadie imaginaría que allá en el fondo, en esos recónditos lugares del alma donde muy pocos se atreven a hurgar, el Cacho no había sido en toda su vida nada más que un chico grande que vivía con miedo y que no sabía cómo hacer para sacárselo. Se había pasado toda la vida pegando trompadas en vez de llorar para no sentir miedo. A decir verdad, el Cacho ya ni se acordaba cuándo era la última vez que había llorado.
Ghurka –siseó otra vez la voz sin entonación y sin cadencias. Si hubiera vivido para contarlo, el Cacho en toda su ignorancia, hubiera jurado que le dijo garca y hasta donde él sabía eso equivalía a insultarlo. Garcas eran los dirigentes de los clubes. Garcas eran los canas y los dueños de las empresas y los políticos y los milicos y los turros que vivían en esas casas caras de las que el Cacho sólo conocía los tachos para la basura que él cargaba todas las noches en el camión de Manliba. El no era ningún garca y...
En ese momento el tren se estaba acercando a la estación Avellaneda. La locomotora pitaba intermitentemente, como si el maquinista estuviera previniendo del peligro con el silbato. Como si estuviera queriendo alertar a la policía que ya tenía que haber sido avisada por radio un buen rato antes. Pero en la memoria del Cacho ya no había lugar para ningún recuerdo. Todos esos datos no quedaron registrados. Sólo pasaron fugaces, en un pantallazo y qué curioso, al mismo tiempo, en cámara lenta.
La sensación de que algo estaba rompiéndosele en el cuerpo empezó a la altura de la ingle y subió. Siguió por el abdómen. Después por el pecho y, finalmente, le llegó a la garganta. Cuando miró, algo oscuro le empapaba la camisa y no era el sudor. En ese último instante sobrevino el dolor.
Un dolor lacerante tan intenso que anuló cualquier otro estímulo que la mente pudiera estar buscando desesperadamente para aferrarse a una realidad que se diluía en oleadas concéntricas, como el desvanecimiento después de una borrachera muy fuerte. O como la oscuridad.La gran puta, si era como si lo estuvieran serruchando vivo.

9

Lo estaban serruchando.
(¿Qué estás haciendo, hijo de...)
Creyó que lo decía. Pero no, sólo lo había pensado. De su boca no salió palabra alguna porque de la garganta le manaban goterones de sangre. Tampoco pudo llegar a completar el pensamiento porque esa oscuridad que lo había ganado y a la que tanto miedo le tenía cuando era chico, lo había atrapado más fuerte que nunca. Aunque la sensación –si hubiera podido describirla–, no era tan desagradable. Era como cuando se dormía exhausto en el banco de una estación, en la época que mendigaba o vendía estampitas de santos en los trenes.
En esa última mirada desdoblada de su propio cuerpo, le llamó la atención la forma en que se abría la camisa, anudada en la barriga. Y no sólo la camisa. También tenía abierta la barriga. Y las que asomaban por la abertura con borbotones de sangre, debían ser sus propias tripas. Pero era como si le estuviera pasando a otro. No a él. Al Cacho no podía pasarle algo así. No...
Y la mano del pibe, que seguía subiendo con el serrucho, y ahora el ardor se le había instalado en la garganta, porque en el pecho ya no quedaba nada para desgarrar.
En toda su vida el Cacho no había descollado por ser ligero de pensamiento ni muy inteligente que digamos. En el instante final no atinó siquiera a comprender qué era lo que le había pasado. Qué significaba esa opresión en la garganta y la sensación de estar vaciándose. Solamente podía pensar en toda esa sangre casi negra, que perdía el color cuando se diluía en las sombras del vagón y esa sobrecogedora sensación de frío insoportable y abandono total.
Como si alguien lo hubiera metido en un gran barril lleno de hielo. Ni siquiera le dio la cabeza para darse cuenta que se estaba muriendo.


(Ghurka)
Susurró El Soldado cuando clavó el Explora de comando con profesional eficiencia a la altura de la ingle. El filo de acero templado hacia abajo, el borde aserrado hacia arriba y, tal como había aprendido en el entrenamiento, lo hundió en la carne blanda y lo levantó suavemente pero con firmeza, casi sin hacer fuerza porque el cuerpo no podía oponer resistencia. El incisivo borde aserrado como dientes de tiburón laceró, desgarró y cercenó tejidos, órganos y hueso.
–¡La gran puta! –Gritó el otro ghurka abriendo los ojos como dos platos–. ¿QUÉ-ES-TÁS-HA-CIEN-DO? –y en ese momento un bandazo del vagón al tomar un desvío lo hizo trastabillar y tuvo que sujetarse del pasamanos y arañar el metal de la puerta para no caerse a las vías.
El Soldado aprovechó esa fracción de tiempo para sacar de un tirón el cuchillo del cuerpo que había quedado abierto como una res en el matadero. Ese despojo que en vida había sido el Cacho, se desplomó a sus pies, sacudiéndose con los últimos espasmos y despidiendo un fuerte tufo a transpiración, orín y el inconfundible, metálico olor de sangre derramada. El primer ghurka eliminado. Faltaba el otro.
En un abrir y cerrar de ojos el Explora había desaparecido en uno de los grandes bolsillos y como por arte de magia en la mano derecha apareció la pistola, con el largo tubo negro y opaco en la punta. Un truco indescriptible de magia de un ilusionista macabro de ojos ausentes que se limitó a apoyar suavemente la punta del tubo negro en la frente de Aníbal, que no podía soltarse porque se caía a las vías.
Con la mano ensangrentada que antes había sostenido el cuchillo, El Soldado lo sujetó por el cuello de la camiseta, para que no se le escapara. En el gesto no había pasión ni sentimientos ni expresión. Tampoco clemencia. Era la lógica severa del soldado en acción de guerra. O él, o yo.
Los ghurkas habían hecho cosas peores en combate. Este era un trabajo limpio y riguroso. Ni más ni menos que lo aprendido en el curso de comando.
Entre las dos cejas, sobre el puente de la nariz y un poco hacia abajo.
Sin odio ni rencor.
Inexorable.

10

Aníbal supo que la suerte le había jugado una mala pasada cuando trastabilló y quedó colgando con medio cuerpo fuera del vagón. El pendejo lo iba a matar. Como a su amigo, que todavía se sacudía después que lo cortara por la mitad. Y se iba a morir ahí, en la puerta, justo cuando el tren empezaba a frenar antes de la estación Avellaneda.
Justo él, que era experto en el arrebato de bolsos, carteras, cadenitas y relojes, si parecía mentira. Ahí, en la puerta del vagón, que era desde donde saltaba con la soltura de un trapecista con el tren en marcha. Así de irónica y desgraciada podía llegar a ser la vida. ¡La mierda! ¿Quién lo había mandado a meterse en la boca del lobo por hacerle la gamba al Cacho?
También se murió sin percatarse. En rigor de la verdad, Aníbal ni siquiera se había dado cuenta que había vivido.
Un FLOP lacónico y sin inflexiones, fue el último ruido que escuchó antes del otro más soberbio y definitivo.
El estallido de su cabeza.


La cabeza del ghurka rebotó contra el metal de la puerta del vagón cuando el proyectil impactó y al mismo tiempo hizo desaparecer toda la parte posterior del cráneo. Sencillamente explotó. El Soldado sintió que el cuerpo se aflojaba. Tiró con fuerza para que no se le escurriera hacia las vías y lo dejó deslizarse hasta el piso. Con fría eficiencia, comprobó que no era necesario más. Un solo disparo, bien puesto. Los ojos perplejos del ghurka lo miraban sin entender.
Había que terminar el trabajo.
El otro ghurka todavía se estremecía en el piso, pero El Soldado sabía que era el final de la agonía. Quizá ya estaba muerto, pero había que asegurarse y rematarlo. Un comando no deja su misión y su trabajo sin terminar. No se debe dejar a un enemigo herido (potencialmente vivo) en retaguardia.
Esta vez, apoyó el negro cañón en la sien... FLOP... El estampido apagado por el ruido de la corredera y el casquillo tintineando y rebotando en los peldaños de metal cayendo hacia la vía. Tiro de gracia. Dos ghurkas menos.
(Retirarse...)
dispuso la voz de mando en su cabeza y El Soldado se preparó para abandonar el campo de batalla.

(Continuará)